3 de noviembre de 2009

Al berre

Cuando abrí los ojos era de noche, todo oscuro en la habitación. Me acomodé en los restos fríos de la cama, con Kity de abrigo en los pies. Suelo acomodarme del lado de afuera, sin pegarme a la pared, para no sentirme encerrada. Me estiré hacia la derecha para taparme con la colcha en la espalda, y después hacia la izquierda para tapar el resto, era como una crisálida en su capullo. Estiré el brazo y el reflejo azul del velador sin pantallas todavía me encandiló. Tire las cobijas hacia adentro, la gata saltó súbitamente de la cama y en ese momento me senté ante todo el día que había pasado. Prendí la tele y me quedé mirando los subtítulos de la película, me gusto mucho la música. Revisé la agenda, con la birome en la mano: para calcular, calcular... y seguir calculando.
En la repisa alguno de los libros contesta mis inquietudes o a veces despierta las preguntas correctas. Me siento en pose de loto, tomo el libro entre mis manos y tan solo se abre donde las hojas se detienen. Es como un ritual de sanación mental.
Cuando fui hacia la cocina estaba todo calido. Tomé la taza de vidrio verde que quedaba en la pileta y disfruté el sabor de un té de manzanilla con miel, lista para ir a dormir y nada más. Pero de solo voltear ahí estaban todos los platos secándose en la mesada. Como hablando entre ellos del frío que se siente cuando están mojados. Me levanté, hundí el saquito en la taza, y mientras tanto los lavé uno por uno, en un baño de espuma de detergente, los pasé por agua caliente y listo: quedaron sucios y grasosos como siempre al ritmo de una canción de Rosamel. Una sartén más allá en la cocina, un plato en la mesa, un salero en la mesada y unas migas en el piso. Para ese entonces la pava chillaba de calor. Prendí la hornalla con uno de los tantos encendedores con tal de no escucharla más.
Desde las sillas se ve la luna alrededor de las nueve treinta, al costado del nuevo edificio que hicieron. Los vidrios están empañados y la casa se ilumina sola con esa luz. Los minutos que siguen a la cena son como cuando un silencio por dentro. Uno sólo es, dejando de pensar.
La comida fue rápida y rica. Unos vegetales apenas cocidos envueltos en panqueques. Un vaso de agua fresca, en un vidrio antiguo y trabajado, unas velas que iluminan de manera tenue y especial toda la fiesta, y una mesa llena de cosas que me gritan por hacer.
El momento de la cocina es como pintar, un poso de agua, este color que falta y una combinación que le falta brillo y el toque final. Apago la hornalla, vuelco los vegetales en la sartén y para cortarlos más tarde en juliana y tenerlos listos cuando el aceite caliente. Las velas se prenden y la música suena de fondo. Un bolero tortuoso que rememora el pasado más que viejo.
Cuando llego a la cama para ver la tele, lo mejor es acomodar los almohadones en la pared bajo el espejo, con la luz del velador recién encendida. Los brazos sobre la cintura, como abrazándome a mi misma, la gata Kity se acurruca cerca: mi pompón de algodón de cuatro patas. Esa mirada clavada es mi cara, hace sentir su compañía.
En una pequeña toma de karate, me aferro a un costado de la cama con las manos y llevo todo el cuerpo hacia el otro lado, para estirar cada una de mis vértebras con un “IA” que termine de asimilar la relajación.
La ropa termina en el piso sobre la alfombra de flores, los libros quedan perdidos por ahí también: con biromes y lápices que habrán marcado sus líneas. Después los levanto y abro en la última página que marqué de "Hacer Menos, Conseguir Más”. El hacedor de lluvia dice que hay que aliarse con el tiempo. Los marco con el lápiz rojo y negro que me recuerda cuando solía dibujar. A veces anhelo esa sensación. La sonrisa se dibuja, la mente se dispersa y los ojos siguen, captan cada una de las palabras. Lo cierro y estoy en los últimos sorbos del mate. El mejor compañero de las tardes con azúcar rubia para levantar un poco. Firmé las hojas de la mañana (que por lo general suelen ser de la tarde) y me puse a escribir. Cada tanto esbozaba una mirada a la ventana donde el masetero de madera acuna mis plantas hoy vivas.
Sigo escribiendo. Me saco todo lo que vine pensando en hojas blancas y con buen gramaje. Una birome de tinta negra y una carpeta especial que decoré para guardarlas. El mate está caliente el vapor se confunde con el paisaje de la ventana. Los últimos claros de sol se van poniendo más claros. La gata come todo como si fuera la última vez. Maúlla como agradeciendo. Es increíble, salta al cajón como si yo no supiera donde guardo su comida. Tomo el puñado de su bandeja y se lo saco. Lo guardo en el segundo cajón de la mesada bien cerrado.
Irme de casa al trabajo es la mejor parte del día. Sacar la yerba del mate, enfriar el agua y al trabajo. Bajo las escaleras como saltando a la soga, y salir contenta mirando el sol. Los personajes de siempre, el señor del sindicato que me saluda correctamente todas las tardes, desde aquel día en que me alcanzó una colita del pelo. El tren es algo que siempre me gusta del día. Viajar, mirar por la ventanilla. Mirar la cara que llevan todos al trabajo. Adivinar a que se dedican, en que estación bajan, acaso que estarán pensando. Escuchar sus conversaciones y hasta entrometerme en sus ropas y pensar que otros gustos tienen. Llego a Villa del Parque y me siento en un barrio. La pescadería fresca enfrente, la señora de las tortillas al carbón que todos los días se para en la esquina de la estación. Tomo el camino mas corto, con veredas llenas de hojas que miro y recolecto para mi casa. En la oficina cuando Gustavo no está es todo muy parecido al trabajo. Pisos de madera mentirosa, mi propio escritorio y todo lleno de papeles. Desordenados últimamente. Todos los días un nuevo orden. Sobre el hombro un teléfono con alguien por un pedido, en la PC un cliente requiriendo actualizaciones. Hora del café después de comer. Es el momento de meditación sobre el día de trabajo. Que nadie interrumpa. Hago mis propias escenas. Relatos por internet, imágenes sueltas. Caliento la comida y el escritorio se transforma en una mesa. Ningún llamado mientras tanto. Siempre que puedo evito hacer otra cosa que no sea saborear la comida.
Después viene la hora de hacer el café. Lavo la cafetera, saco los filtros color canela, y un poco más de la cantidad necesaria, para mezclarlo después con un poco de agua caliente. Llevar el termo para el mate y empezar a mirar los papeles. La ventana está a mi derecha, todo el local por delante y mas allá los árboles. Casas viejas, rosales del otro lado del pavimento y el sol que empieza a entrar. Desconecto la alarma abro la puerta y siempre alguien espera en la puerta. Las cuadras a la estación son calidas, llena de amarillos y marrones secos. Adoquines. Otro tiempo.
Otra vez estaciones anchas y locomotoras viejas. La bocina suena a lo lejos y es tiempo de acercarse al andén: adivinar donde caerá la puerta más cercana. Cruzar por el costado indebido lleno de piedras y vías viejas. Un estacionamiento abierto y de ahí a la plaza, por el centro. Entre bancos, deportistas, perros, colectivos matutinos, amontonamientos de rutina.
Beto esta en la puerta del almacén que todavía no tiene nombre, me dedica un “miau” y le digo un “hasta luego”.
Al llegar a casa los primeros fríos de este invierno ya se notan en la terraza, junto con el roció que aún queda. Un te con galletitas, la ropa adecuada a mi ánimo y un poco de maquillaje. Solo quedan los aros y estoy lista. La cama me espera para arroparme, luego de sacarme la bata roja de plush de papá.

02-06-2007

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